El
número que rige tu vida es el del CUIT. Tenés que saberlo: diez numeritos, qué
te cuesta. También debés recordar tu DNI, otros ocho dígitos, cosa de nada. Si
operás con un banco, es vital saber lo básico, caja de ahorro y cuenta
corriente, unos ocho o diez números por cuenta. Y mejor retener el CBU de cada
una: eso sí es bravo, son 22 dígitos por cada CBU. Si llegás al banco vía
Internet, tenés que recordar tu nombre de usuario, la clave y la de pagar tus
cuentas, unos diez dígitos más. O quince.
Todos
sabemos de memoria el teléfono de casa y el del smartphone, más los de las diez
o doce personas a las que llamamos siempre: no confíes en la memoria del celu
porque un día te quedaste sin batería y tronaste: a ocho o diez por teléfono,
hay que memorizar unos ochenta números. Es bueno recordar también los de tus
tarjetas de crédito y de débito, por cualquier cosa. Más otras claves sencillas
para andar por la Web. O sea, que para despertar cada mañana y no morir en el
intento, necesitás precisar, sin errores, unos doscientos cincuenta números, más
algunas otras claves que los combinan con letras.
Es
verdad que las cifras son una pasión. Ahora, ¿cuándo fue que la pasión derivó en
delirio? ¿Cómo fue que cambiamos sueños por números, palabras por guarismos, y
hacia dónde vamos de la mano de esta automatización absurda de lo cotidiano?
Hubo
un tiempo feliz en el que los números no se servían de nosotros. Era al revés.
Tal vez sea un espejismo, pero aquel parecía un mundo feliz.
Alberto
Amato
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